Él quizás no era el chico
más guapo de todos, pero me hacía sentir como nadie más. Era increíble como
cambiaba mi mundo de la manera en que lo hacía. Con él podía ser yo misma, sin
ninguna máscara que ocultara lo que sentía. Éramos como niños cuando estábamos
con los demás: nos reíamos de tonterías que sólo a nosotros nos causaban
gracia, jugábamos, nos hacíamos cosquillas mientras todos nos observaban como
si estuviésemos locos.
Estando los dos solos
cambiaban las cosas. Dejábamos de ser niños. Las cosquillas se volvían caricias,
las risas ahora eran besos y los juegos eran más intensos. Él hacía que mis sentimientos
se volviesen más fuertes.
Sus manos recorrían todo mi
cuerpo con la más fascinante habilidad y hacían que mis vellos se erizaran con
el más mínimo roce. Cada vez que nuestros labios se juntaban todo se volvía
mágico. Sus besos podían reducirme a una simple idiota. Él sabía perfectamente
cómo lograr que yo hiciera lo que quería, y yo no me negaba en lo absoluto. Su
poder sobre mí era impresionante.
Mientras que él para mí lo
era todo, yo simplemente era una amiga con la que se divertía de vez en cuando
y la pasaba bien. Mientras para mí cada caricia era maravillosa, él hacía lo
mismo con las demás. Mientras que yo creía que era especial, él sólo me
consideraba su amiga. Sin embargo, yo seguía ahí esperando que algún día yo
llegase a significar tanto como él lo hacía para mí.
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